La cuarentena, en medicina, es un término para describir el aislamiento de personas o animales durante un período de tiempo no específico como método para evitar o limitar el riesgo de que se extienda una enfermedad, o una plaga.
Ni las epidemias son un fenómeno nuevo, ni tampoco el aislamiento de individuos o comunidades para frenar los contagios. Algunas de las primeras referencias existentes de la necesidad de aislar a los enfermos para evitar contagios se encuentran en el Antiguo Testamento.
Fue en la mortífera plaga de Justiniano que entre los años 541 y 750 D.C contabilizó entre 26 y 50 millones de personas muertas, cuando se adoptaron medidas masivas de aislamiento, mezcladas con la marginación oportunista de colectivos a los que, por motivos étnicos o religiosos, se culpaba de la enfermedad.
La palabra cuarentena proviene de Quaranta giorni en italiano, que a su vez proviene de la palabra quadraginta en latín y que traduce como cuatro veces diez, con origen religioso, se empezó a usar con el sentido médico del término con el aislamiento de 40 días que se le hacía a las personas y bienes sospechosos de portar la peste bubónica durante la pandemia de peste negra en Venecia en el siglo XIV.
Además de un terrible saldo de muertes que alcanzo el 30% de la población europea entre 1348 y 1359, la Peste Negra también marcó un punto de inflexión en el desarrollo del control de enfermedades infecciosas. Durante este período se avanzó en estrategias para limitar la exposición y el contagio no sólo a través del aislamiento de los enfermos en centros específicos, sino también mediante medidas de prevención como el saneamiento de lugares y objetos o el tratamiento adecuado de los cadáveres.
Históricamente, la cuarentena fue utilizada como un método drástico para contener la expansión de enfermedades contra las que la medicina no tenía recursos. Frente a la lepra o la famosa peste bubónica, contra la fiebre amarilla, el cólera, el tifus o la llamada gripe española de 1918, era el último recurso en un mundo mucho más interconectado de lo que a menudo se cree, donde la propagación de enfermedades era en muchas ocasiones global.
En siglos posteriores los ejemplos se sucedieron en toda Europa, aunque ante una población que a menudo se veía condenada por el aislamiento había que aplicar una disciplina, nunca mejor dicho, de hierro, porque en la mayoría de los casos la custodia de aldeas y colectivos dependía de guardias armados.
A mediados del siglo XIX se avanzó el estudio de los contagios y se dotó de base científica a la cuarentena. Conceptos como el periodo de incubación hicieron que se avanzara en la eficacia de estas medidas. En adelante, la cuarentena se generalizó como método para frenar la propagación de enfermedades infecciosas, aunque no resultó ser efectiva en todos los casos. Uno de estos ejemplos corresponde al brote de fiebre amarilla de Filadelfia (EE.UU.), en 1793, que se cobró la vida de más de 4.000 personas, y ante la cual la cuarentena fue un fracaso porque se desconocía que el agente trasmisor eran los mosquitos.
Las epidemias a menudo desataban reacciones marcadamente racistas entre la población. Los ejemplos son múltiples. En 1892, un brote de fiebre tifoidea se expandió en barrios donde vivían inmigrantes judíos rusos en Nueva York. Las autoridades detuvieron y trasladaron a cientos de ellos a carpas de cuarentena en la isla North Brother. Allí se aisló exclusivamente a inmigrantes, incluso muchos que no estaban infectados y que contrajeron la enfermedad precisamente por estar allí.
Fue también en Estados Unidos donde, probablemente, se dio la cuarentena más larga: Mary Mallon, una cocinera irlandesa, fue bautizada como Mary Tifoidea después de que las autoridades encontraran en ella al paciente cero de un brote en 1907 en Nueva York.
Fue enviada a la isla North Brother para pasar una cuarentena de más de 25 años.
Poco después, la llamada gripe española de 1918 mató, en solo un año, entre 40 y 100 millones de personas en el mundo. Para evitar su propagación, se implementaron intervenciones no farmacéuticas, como la promoción de una buena higiene personal, el aislamiento de afectados, la cuarentena y el cierre de lugares públicos. Si bien estos métodos ayudaron a contener la enfermedad en algunos casos, los costos sociales y económicos fueron muy elevados.
A partir de los años 1950, con el desarrollo de los antibióticos y vacunas, el uso de la cuarentena parecía convertirse en una cosa del pasado. Con todo, el siglo XXI trajo consigo nuevas amenazas epidémicas y, con ello, resurgieron muchos de los viejos métodos, aplicados en algunos casos con importantes desajustes. Cuando la epidemia de la neumonía asiática, el SRAS, se propagó en 2003, Canadá, el segundo país más afectado después de China, desplegó unas medidas que después se consideraron desproporcionadas.
Con la expansión del ébola en 2014, en África occidental se hicieron esfuerzos de aislamiento, incluso intentando cerrar barrios o distritos enteros, cancelando vuelos internacionales y cortando el tráfico de movimiento, lo que no sólo ralentizó los esfuerzos de ayuda, sino que también tuvo altos costes sociales y económicos.
La cuarentena, toque de queda y aislamiento por la pandemia de enfermedad por coronavirus son las acciones generadas por los recortes de libertades decretados en varios países de Europa, América y Asia. Con la crisis del coronavirus, nos estamos enfrentando a elecciones capitales, entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano. Se sentirán tentados ciertos políticos de consolidar decretos temporales para anclarse en el poder y los ciudadanos, renunciarán voluntariamente a sus libertades a cambio de una prometida seguridad.
Hasta mediados del siglo XIX la idea de que lavarse las manos era importante para no enfermar era algo difusa. Es cierto que, antes, algunos manuales recomendaban mantener las manos limpias por decoro y que los médicos lo aconsejaban por un cierto sentido común, pero con una base científica poco sólida. Sería injusto decir que en épocas anteriores se ignoraba el concepto de higiene. El Islam incorporó desde sus inicios esta idea como medio para la purificación, y en la Edad Media, entre ciertos estamentos, era común lavarse las manos antes y después de las comidas. Los médicos pensaban que, efectivamente, las manos sucias podían transmitir enfermedades, pero más bien de tipo de dermatológico.
Las clases altas de los siglos XVII y XVIII tenían una chocante opinión sobre la limpieza.
Luis XIV, el rey francés, sólo se dio dos baños en su vida adulta y por razones médicas, y dado que no resolvieron sus trastornos, nunca volvió a bañarse, eso sí, el monarca se lavaba con asiduidad las manos y se cambiaba a menudo de ropa.
A mediados del siglo XIX, la limpieza personal había seguido ganando consideración entre las clases acomodadas, pero, con una importancia más social que médica, porque se la consideraba un símbolo de estatus.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, lavarse las manos se había convertido no ya en una costumbre dictada por los cánones sociales, el decoro o la estética, sino que tenía claramente una base científica.
Los avances tecnológicos y arquitectónicos permitían que el agua corriente empezará a llegar a los domicilios acomodados y que el cuarto de baño, tal y como lo conocemos, ocupará la función imprescindible que hoy le otorga nuestra cultura. La idea de lavarse las manos adquirió otra dimensión, propia de la población instruida, con la inestimable ayuda, por supuesto, de la publicidad de las marcas de jabón y detergentes.
Sin embargo, a la historia del lavado de manos todavía le queda, por decirlo de algún modo, mucho recorrido. Un estudio realizado entre estudiantes universitarios publicado el 2009 por el American Journal of Infection Control, señalaba que, tras la micción, el 69% de las mujeres y sólo el 43% de los hombres se lavaban las manos; y que antes de comer únicamente lo hacían el 7% de ellas y el 10% de ellos. La guerra de estos días de coronavirus aún no está ganada.
Recopilación de la Información y Restructuración por Antonio Jimenez.
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