En el primer lustro de los años 1950, las actrices italianas que destacaron por su belleza y talento, fueron Gina Lollobrigida y Sophia Loren. Ambas arrasaron en Hollywood como sendos tornados, formando parejas protagónicas con los galanes más influyentes del momento. También entre ellas existió una fuerte rivalidad, que se extendió hasta sus seguidores, quienes le otorgaron sus preferencias a solo una de las dos.
Muy alejado de Hollywood, una joven de 23 años, la menor de tres hermanas, pertenecía al bando de los seguidores de Gina y fue por esa parcialidad que eligió su nombre, para una sobrina que nacería en Maracaibo, en 1955. El problema que se le presentó a la joven tía, es que, en otra placenta, estaba una hermana melliza de Gina, por lo que le faltaba otro nombre, que debía ser también italiano, y ese definitivamente no sería el de Sophia.
La tía había estado de visita en Caracas, unos meses antes del nacimiento de las mellizas y allí por intermedio de unas primas que vivían en la urbanización La Carlota, conoció a una niña italiana, recién llegada a Venezuela y muy talentosa en el baile y en la actuación. La niña era Gioia Lombardini, quien en pocos años se convirtió en una famosa actriz ítalo-venezolana.
Por la buena impresión que le causó Gioia a la tía, ella se decidió por el nombre fonético de Yoya, para su segunda sobrina y finalmente, con esos dos nombres, Yoya y Gina, es como más se identificaron familiar y socialmente mis hermanas, siendo otros, los nombres los que quedaron registrados como los oficiales.
Ya en los seis años de edad y en una mañana calurosa, Yoya salió al patio de la casa de los abuelos y se metió al gallinero allí ubicado, con la intención de recolectar unos huevos.
Estando en esa tarea, el gallo marote bravo la atacó y la espoleó en una pierna, pero afortunadamente solo fue un rasguño. Mi abuelo escuchó al gallo y a los gritos de la niña y estando cerca, entró con un madero que tomó del suelo, el cual se lo mostró al gallo y luego con el amago de que iría a golpearlo, lo logró espantar. Por el contrario, a su nieta si le cobró su falta, con un tablazo por las nalgas.
Ese gallo marote parecía un mismo perro bravo, muchas veces lo amarraban a un tronco de un árbol de mango, porque nunca cesaba de embestir, defendiendo lo que sería su dominio territorial.
Un par de horas más tarde, las mellizas correteaban y acababan de nuevo con la tranquilidad de ese día en la casa, y en un momento, Yoya enfocó su mirada puerta adentro del dormitorio del abuelo, en donde él estaba acostado en una hamaca y no precisamente de buen humor.
La niña vio un escaparate de madera de dos puertas, con una de ellas forrada con un espejo y a su lado, una pileta de periódicos viejos, que se acumulaban hasta formar una alta torre desde el piso.
Pero lo que efectivamente se llevó su interés, estaba en una mesa de noche, en donde vio tres latas de leche en polvo y una pequeña cesta, que contenía como media docena de huevos. Una de esas latas, estaba sin su tapa y eso la intrigó, por averiguar lo que contenía en su interior.
El entrar y averiguar lo que estaba dentro de la lata sin la tapa, no era una maniobra fácil. Yoya se lo comentó a Gina y entre ambas, se idearon un plan para que el abuelo no se diera cuenta de sus reales intenciones.
Las dos entraron a la habitación, primero fue Gina, quien, se colocó del lado de la hamaca, en la dirección opuesta de la mesa de noche y desde allí, se dirigió al abuelo, preguntándole el año en el que había nacido, con la excusa de que lo necesitaban para una tarea de la escuela. El abuelo contestó muy escuetamente: Yo nací en el año de los tres ochos, en 1888.
Tan solo esos segundos le bastó a Yoya, para entrar y ver el contenido en la lata de leche destapada, y al instante de que eso había ocurrido, las mellizas se miraron y confirmaron de que ya estaban listas, Gina agradeció la respuesta, y ambas salieron.
Dentro de la lata sin tapa, había un pedazo de queso blanco y un envoltorio de papel, con partes saturadas de grasa, lo cual indicaba que estaría recubriendo a un trozo de mantequilla derretida.
Esa lata también estaba en proceso de oxidación y ese día, ellas descubrieron que era el motivo por el cual el queso y la mantequilla, siempre le sabían a rancio.
El abuelo continuó pensando, ahora, recordando sobre sus años de infancia.
Antonio Jimenez.
Buenos dias, nuevamente acaparaste mi atencion, me gusto el relato. Saludos
Buenos días, el post " Cuentos de ficción (2): la lata sin tapa", describe una mezcla de vivencias, reflejando la influencia del cine, las travesuras infantiles y la obsesión por acaparar y resguardar lo ya utilizado.